Después de 9 años volví a Nueva York, en Junio de 2010, esperando que ya no
estuviera ni Bush ni los restos ardientes de la zona cero.
Elegí el Hotel Jane, primer hotel a donde se alojaron los sobrevivientes
del TITANIC, que imagino que después de un naufragio les debe haber parecido un
paraíso porque a mí, después de 11 horas de vuelo, me parecía más chico que la
cabina de toilette.
Lo bueno fue que ni bien llegué, me estaba esperando Cary Abrams, un
escritor que contacté por internet para hacer un “walking tour especializado”.
Nos subimos a las terrazas de los edificios del barrio, nos metimos en los
parques privados de las casas, recorrimos el barrio chino, el italiano…de ahí a
la bolsa y de regreso al hotel, conocí la skyline, un paseo recién inaugurado
de pasarelas que bordean el rio Hudson.
Al día siguiente nos encontramos en un café, Cary leía su TIMES y me
comentaba las noticias y la historia de ciertos personajes del barrio: actores
medio pelo, escritores frustrados, grandes profesores. No podía sentirme más
neoyorquina, a excepción del momento en el que atravesamos el Central Park.
La última noche en Nueva York la pasé con una cubana a la que le reconocí
el acento en plena calle y me acerqué a preguntarle por un boliche salsero. Me
propuso ir juntas a un bar que de no haber ido con ella, no hubiese encontrado
nunca porque era en un sexto piso con un ambiente muy “local”, nada
de turistas. Al día siguiente, me vino a buscar mi amigo norteamericano, Clay,
que había conocido en Argentina.
Arrancamos por Washington, si bien yo ya la conocía, era el lugar donde él
estaba trabajando, así que acepté con la condición de que me llevara a conocer
otro costado de la ciudad. La primera sorpresa fue un local llamado: “meeLting
point” que es una mezcla de las palabras “derretido y encuentro”. Fue el sitio
más original donde estuve hasta el momento, cada mesa tenía su horno incorporado
y varios modelos de “ollas fondeu”. La idea es que te cocines tu propia comida
y postre, todo a base de pinchos, lo que te permite tener siempre el plato
caliente y no ser molestado jamás, salvo cuando te traen las bebidas.
Al día siguiente me invitó a hacer segways, esa especie de triciclo que se
mueve con el eje del cuerpo. Diez minutos de práctica fueron suficientes para
salir a recorrer todo Washington en medio del tráfico y esquivando turistas. Al
día siguiente me enseñó la famosa tradición americana del BRUNCH de los
domingos, una mezcla de desayuno y almuerzo (breakfast – lunch) que en este
caso fue en el waterfront de Georgetown, un shopping en la base del puerto con
yates de lujo y una realidad envidiable.
Por la tarde, tomamos la ruta americana 95, hacia CAROLINA DEL NORTE.
En las 4 horas de camino fui viendo la repetición de escenas de películas
americanas con los moteles de carretera, los campings para casas rodantes y las
estaciones de servicio desoladas…
Estaba ansiosa por conocer la famosa ciudad de “Durham” de la que tanto
hablaba Clay y la Universidad de DUKE, la tercera universidad más
importante de Estados Unidos y la número uno en equipo de básquet. Por lo
demás, es una pequeña población sureña, con mucha influencia mexicana,
llena de bares de tacos, guacamole, fábricas de cigarros y usinas en desuso de
la época industrial.
Luego hubo que volver a Washingotn porque Clay tenía que retomar su trabajo
y desde allí me tomé un bus a Nueva York, con conexión wifi y un ruso de
acompañante que me ofrecía un viaje a Moscú por 400 dólares. Mientras hablaba
en un inglés lleno de acentos mal puestos, se me vino a la mente otra
película: HOSTEL y el tráfico de órganos de turistas. Ni bien llegamos al
aeropuerto, me deshice de este sujeto y me subí a mi avión de regreso a casa.
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