jueves, 31 de diciembre de 2015

...Dos bodas y 20 mil millas...


Luego de nueve meses, acabó nuestra estadía en Marsella como un parto de libertad, esa palabra tan grande en la que todo cabe, incluso la duda. Nos auto-impusimos una meta para emprender el viaje, ir a buscar a mamá que llegaba en vuelo a Barcelona. Aquello fue lo peor que un mareo y muchas olas pueden hacerle al cuerpo humano luego de cinco meses atado al suelo.
 

 
 
 
 

 
Jamás habíamos viajado de noche, toda una noche, durmiendo de a turnos. Lo habíamos hablando antes, muchas veces, quién tomaría el primero turno, dónde armaríamos la cama, qué comeríamos antes y después, para acabar haciendo todo lo contrario. La casa flotante en la que habíamos vivido todo este tiempo, se había convertido en un trozo de plástico endemoniado, nada de bañarse ni de calentarse una sopa.
Las horas se convirtieron en millas, dejaron de ser las dos de la mañana para ser, menos 70. Dormíamos 10 millas cada uno, aunque debo confesar que las mías a veces fueron 8, 8,5...alguna que otra milla se me perdió entre medio de los párpados. La sensación de navegar a ciegas es indecible, casi irrealizable, tengo la certeza de que no fuimos nosotros quienes navegamos aquella noche, sino el velero mismo.
El mar era una plancha oscura, un pedazo de cielo negro recostado que se hacía uno en algún punto lejano, donde se suponía debía estar el horizonte. Un baño de estrellas, desde abajo hasta arriba, sin saber muy bien que parte era abajo y qué parte era arriba. Llegamos con hambre, con sueño y con frío y toda la aventura nos pareció de lo más emocionante. Un poco porque no nos pasó nada grave y otro poco porque las primeras cosas son siempre una mezcla de adrenalina, incierto y mucha suerte.
 
Mamá llegó a Barcelona una semana después que nosotros, lo primero que quiso fue ir a conocer la Sagrada Familia. Nos costó un buen rato encontrarla, pero al fin dimos con ella, cerca de las ocho de la noche. Lo celebramos cenando unos pollos fritos en el KFC. La dejamos en su departamento de la barceloneta y volvimos a nuestro barco. Dormí pensando: mañana al fin mamá va a conocer a Icare. Así fue, al mediodía la invitamos a bordo y hasta nos dimos el lujo de hacer un paseo por la costa. Calentamos unas pizzas y abrimos un espumante. Mamá estaba navegando en casa. Luego de eso ya todo era un regalo para mí.








Salimos en coche de regreso a Marsella, pensar que nosotros habíamos hecho la misma ruta por mar durante 48 horas y en auto, incluso parando a almorzar, tardamos cuatro y media. Llegamos al departamento de “Les Goudes” que habíamos alquilado para celebrar nuestra boda. Ya era viernes, el día anterior al casamiento. Pasamos por la tienda a comprar la comida que habíamos encargado para el catering, por la casa de mis suegros para que conozcan a mi mamá y para que nos entreguen la vajilla, luego por la florería a encargar el ramo y la decoración. De allí al departamento para acomodar las mesas y las sillas y finalmente al aeropuerto a recoger a dos amigos.

El sábado cada quien se preparó en sus tiempos, yo tuve la bendición de ser maquillada por mi mamá, que incluso me cosió el corpiño blanco que llevaba debajo de mi vestido esmeralda, mientras Jerome se planchaba su camisa celeste y pantalón blanco. Nos dimos cuenta que debíamos entregar los anillos que ya teníamos puestos, de haber sabido les hubiéramos buscado un lindo estuche. La madre de Jerome tenía uno en su cartera, que había traído con un solitario de su madre, como regalo de boda. Toda nuestra historia, incluso nuestro casamiento tuvo siempre ese toque de improvisto justo a tiempo.

El camino hacia el departamento fue casi la mejor parte para todos los invitados, incluso los que vivían en la ciudad, no conocían demasiado la zona, una ruta costera, el mar agitado de Mistral, el místico viento de Marsella. La celebración salió mejor que lo que había imaginado, la decoración sobria, elegante y con un toque fresco de color, la música perfecta, Jazz, Coldplay, Pavarotti...la comida riquísima, exótica y variada. Lo más atípico fueron nuestras tortas, idénticas, de ocho porciones cada una, la mía de frutilla y chocolate blanco, la de Jerome de mousse y chocolate negro. Cada cual cortó la suya.
 








Para la luna de miel estuvimos generosos y nos subimos al coche con mamá. La primera excursión fue un pic-nic en la calanque, el parque natural de Marsella y luego un viaje por la costa azul, dirección Saint Tropez. Durante dos días y dos noches nos encargamos de acabar con las sobras del casamiento incluidas las botellas de vino.

 

Sin absolutamente nada reservado, llegamos casi de noche a Avignion y logramos un hospedaje por internet de lo más formidable, una antigua casona señorial dentro de la ciudad amurallada.

 

Parecía interminable, pero las dos semanas de mamá pasaron volando entre Barcelona, el matrimonio, los pic-nics, las ciudades amuralladas...regresamos a nuestro Icare y la suegra nos cedió el gusto de quedarse a dormir a bordo. Fue inolvidable tenerla de huésped, casi como si un pedazo de mi papá también hubiera venido a conocer nuestro barco. Almorzamos y salimos hacia el aeropuerto. El vuelo de mamá salía a las tres de la tarde. El nuestro, tres días después.

 

En el avión nos preguntábamos en qué momento habíamos levantado el ancla de Marsella...todo eso había pasado en los veinte días anteriores y ahora nos esperaban otros veinte días en Argentina. Mami estaba en el aeropuerto esperándonos como si hubiésemos ido a comprar pan a la esquina, con naturalidad, con continuidad, nadie hubiera dicho que hacía un año que no veníamos al país. Manejé directo a casa, todo me pareció igual, como si no me hubiese ido nunca. Al día siguiente, aun dormidos, ayudamos con los preparativos del festejo en casa de mi hermana. Una bendición poder festejar nuevamente el casamiento. Intentamos esta vez conservar aún más los momentos que se nos habían escapado del primer festejo, pero fue imposible.




 














 

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