La primera vez que vi un paisaje de Bretaña fue por la
tele en el sillón de casa un día de abril de 2013. No se trataba del lugar más
bonito que hubiera visto, no me generó deseo ni ilusión mas bien una
especie de destino, de pertenencia. Eran unas cuantas imágenes del mar
estrellándose en colinas verdes, barcos pesqueros, gaviotas y gente
gruesa y sonriente. Era un pedazo salvaje de Irlanda, nórdico, húmedo, ventoso.
Desde entonces Bretaña se transformó en mi Meca, mi Nirvana, mi obsesión.
La conocí en septiembre de 2013, fue como si hubiera traspasado la
tele, como si en vez de cinco meses hubieran pasado tres segundos.
Entre la excitación de la llegada y el desconsuelo de la partida, me
sentí de regreso a donde no había estado nunca.
En enero de 2014 volví con todas mis valijas y la convicción de que ya no me
iría jamás. Me instalé en el corazón de un barrio medieval, el número 13
de la Rue de Dames, Rennes. Una casa de troncos con bañera azul, chimenea y
escritorio donde volví a escribir después de mucho tiempo. En Febrero
recibí la notificación que me convertía en ciudadana europea pero debía viajar
a Buenos Aires para recoger mis papeles. No pude. Aún no tenía ningún proyecto
que me retuviera en Bretaña, no podía irme con las manos vacías sin la
convicción de que regresaría. Sentí un sabor a injusticia que
despertó en mí ciertos aires creativos capaces de visualizar la compra de
un barco con el que volvería y navegaría en libertad por toda
Bretaña como los pescadores, aunque de momento me quedaba parada al otro lado
de la puerta que había sido mi refugio. Treinta cuadras arrastrando las
valijas por los adoquines hasta la estación de tren fue el resumen de lo
que me esperaba, un peregrinaje complejo, doloroso e
incierto.
En octubre del 2014 volví a Bretaña en un acto desesperado. Aún no tenía
mis papeles europeos, ni mi barco, ni nada que pudiera justificar mi regreso.
Quería quedarme a cualquier precio con cualquier excusa pero no había sitio ni
vida posible y regresé a Buenos Aires, a mi casa, con los míos y al sillón
donde un año y medio atrás había visto aquellas imágenes. Intenté acercarme a
la pantalla, cerrar los ojos, los puños, hacerme microscópica pero todo seguía
igual, no había teletransportación ni tierras verdes, solo noticias de una
realidad que ya no era la mía.
En 2015, luego de los tres meses más extremos de toda mi vida, logramos
comprar nuestro barco. Por primera vez en dos años deshice mis valijas, colgué
mi ropa, acomodé mis libros, pero estaba a dos mil millas de Bretaña. Teníamos
que atravesar el sur de Francia, España completa, toda la costa de Portugal y
remontar el Atlántico norte. Éste regreso a Bretaña sería el más complejo de todos.
Abril de 2016: Tres años pasaron desde la noche en que abandoné mi casa,
sentada en el sillón. Tres años de fugacidad, de ser más que nómada, volátil.
Tres años y aún no termino de llegar. Estoy al otro lado de la costa, a
tres días de navegación por un mar que tiene reputación de indomable. Tres días
que serán tan eternos como estos tres años, pero en lugar de miedo
siento paz y a pesar de que el barco se sumerja entre las olas y rebote a
la superficie y estos diez metros cuadrados parezcan una sucursal del infierno,
no puedo dejar de pensar que en realidad estoy en un gran sillón flotante
y que en cualquier momento van a aparecer las colinas verdes al otro lado de
las ventanas de mi barco casa.
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