Cuando todo lo que se quiere es la nada, la vida comienza a simplificarse
de afuera hacia adentro. Perdemos la tele, el diario de los domingos, el
lavaropas. Nos quedamos sin chimeneas, sin perro, sin llaves, sin casa.
Salimos en dirección al puerto, tres valijas nos siguen por la calle, todo
nuestro patrimonio.
Cuando uno decide no ser, a veces ni la esencia queda. Nos convertimos en
ese nadie que no figura en las facturas. Somos un vacío lleno de aire, somos
instantes, pensamientos, al fin, más que ser, nos vamos deshaciendo.
El barco tiene diez metros, pero hay que ver la cantidad de sueños que le
entran, los propios y los ajenos, como los del barco de al lado, que se prepara
para zarpar hacia África y del de más allá que lo pinta, que alza las velas y
sale dejando olas de envidia que nos sacuden en seco, mientras seguimos
amarrados al poste del puerto, esperando...
Es cuestión de tiempo, el ahora, que parece eterno. El mañana se carga de
expectativas y es inútil mirar atrás para identificar un camino coherente, esto
parece lo que es, una huida radical de todo lo conocido y por conocer.
Al fin comprendo la frase de Borges “Si yo no lo pienso, el mundo no
existe”. Mi mente no procesa ni calcula ni mide ni resta. Soy mi circunstancia.
Después de todo no tiene nada de malo vivir en la orilla, cuando ese margen es
tan inmenso y neutral.
Desde el barco, vemos el horizonte y el espacio ambiguo entre aquí y
allá. Nos entregamos al viento, que un día de estos, va a soplar fuerte.