La primera vez que perdemos nos sobrecargamos de
incertidumbres. Sigo o no sigo, lo deseo o solo lo necesito. Hablo de
cuestionarse las ganas, del tiempo que lleva creer en uno mismo y en los otros.
De saber que aún no estamos listos, pero que peor es nada.
La segunda se pierde por decepción, cuando fallan los
primeros intentos y las ilusiones se estrellan kamikazes por el pasillo, de
muro a muro, sin ver la luz al otro lado, sin saber cómo volver al principio ni
cuándo, mientras el resto parece no enterarse que se nos acaba el mundo. De la
envidia que nos dan los otros, en su paz anestesiada. De las ansias que nos
sobran, las urgencias.
La tercera se pierde por miedo a seguir perdiendo.
Cuando no queda otra opción que retirarse de la certeza, sin querer aceptar la
realidad. Hablo de poner en duda la verdad, de cerrar los ojos para vivir. Estar
a un paso de aceptar el saldo negativo, de refugiarse en la miseria mejor que
la nada endeudada porque nos siguen pidiendo lo que falta para compensar lo mal
invertido.
La última vez que se pierde lo que nunca se tuvo, es un acto de desesperación,
somos ajenos a lo que somos. Es un acto de salvación, abandonar la idea a
cambio de la vida tal cual era antes de toda confusión.
La moraleja es que en algún punto entre el primer y el segundo intento, la
cosa pasó mucho más cerca de lo que jamás la tuvimos...
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