El viernes 28 de Junio de 2002, pisé por primera vez Europa. Llegamos a Francia con un nivel de francés básico, pero aceptable. Nos hospedamos en el “Tivoli Etoile” detrás del Arco de Triunfo.
El sábado, mapa en mano, hacia los restos de la Bastilla, apliqué toda mi
imaginación para recordar cada frase eufórica de aquella toma revolucionaria,
pero 4 piedras alzadas no lograron transportarme más lejos que el bistrot de en
frente. Nos sentamos a pedir nuestro primer “Plat du jour” sorpresivo,
económico y contundente. Hacia la tarde llegó el plato fuerte: EL BARRIO
LATINO, lleno de ateliers y hoteles bohemios. Para terminar el día, nos tomamos
un té en un “bar-quito” a orillas del Siena, frente a la Notre Dame.
El domingo tocó excursión programada hacia Versalles. Descubrí en una de
las habitaciones, el famoso cuadro de auto-coronación y con lo que nos quedó
del día, fuimos justamente allí, a Les Invalides, a visitar la tumba de
Napoleón.
El martes a la noche, el laboratorio Galderma que había becado a mamá, nos invitó
a una cena de gala en bateau recorriendo París, casi a los pies de la Torre
Eiffel y con música en vivo. El jueves visitamos Montparnasse, muy turístico y
popular. A la tarde salimos en un tour hacia Giverny, la casa de Monet que era
un cuadro vivo de su impresionismo más fiel.
Antes de volvernos a casa aprovechamos la conexión express del eurostar
para cruzar a Londres. Fue difícil convencer a los agentes de migración que con
tantas valijas que teníamos, solo íbamos por una noche y dos días, pero al fin
nos dejaron pasar. Luego de diez años de inglés británico, NO ENTENDÍA NADA LO
QUE ME DECÍA LA GENTE, quizá era una deformación de tanto viaje a Estados
Unidos, o la emoción de escuchar ese acento tan pronunciado. Yo era la
encargada de interpretar las instrucciones para llegar al hotel, pero estaba
tan maravillada con lo que escuchaba, que no podía sacar ningún dato en limpio.
De alguna forma, llegamos hasta el Regent Palace de Picadelly. Jamás había
visto una habitación como esa, era una especie de cápsula con un baño como de cabina
de avión.
Primer paseo turístico: el bus colorado. Había sido un día largo, era casi
de noche, pero igual subimos a uno que pasaba cerca y entendimos que luego nos
volvería a traer al mismo sitio. Yo no sabía si mirar a la gente, los detalles
del bus histórico o los edificios iluminados. Para el desayuno entendimos que
aquello de huevos revueltos y bacon con sal no era ninguna broma, parecía como
si los ingleses no fueran a comer nada más en todo el día. De todas formas no
me quejé, porque tenía una bandeja repleta de TWININGS exclusiva para mí. Esa
misma mañana conocimos la llovizna y la eterna nube gris londinense, mis pelos
parecían gravitar en la luna.
Luego tocó recorrer LA TORRE DE LONDRES y después caminata directa a la
casa matriz de Twinings. A pesar de que la dirección figura en todas las
latas de té, me costó creer que era aquel local de un metro y
medio de ancho, es decir una especie de pasillo, en donde una sola
estantería ofertaba los diferentes aromas disponibles. Salí de allí con mi
bolsita y mi caja de colección que decía “made in London since 1776”.
Y eso fue casi todo lo que pudimos ver. Además de una breve pasada por la
Trafalgar Square, el Big Ben y el castillo de Windsor. Lamentablemente fue el
último congreso para mí, porque luego con la universidad y el trabajo fue
imposible escapar de la rutina, pero jamás voy a olvidar el lujo de haber
viajado con mamá y el legado de aventura que marcó mi vida.
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