El 26 de febrero del 2001, mamá y yo volamos hacia otro congreso de dermatología:
Chicago, “The wind city”. Y lo era, al doblar una esquina, el viento deshizo
las dos vueltas de mi bufanda y se la llevó por los aires junto a una de las
manijas de mi bolsa de compras que se infló como un paracaídas detrás de mi brazo
extendido.
Nos hospedamos en el hotel Congress, habitación 202, frente al Michigan. Lo
primero que hicimos fue subirnos a un bus para tener una idea general. Ni bien
se pasa detrás de los edificios y los comercios, aparecen los lagos, los verdes
y las ardillas. El centro de la ciudad se encuentra bajo los carriles
suspendidos del tranvía, “el loop”, que da la sensación de estar en medio de la
revolución industrial.
El miércoles 28, hicimos caminata costera por el Michigan casi congelado y
llegamos al puerto y los “piers” que son dársenas numeradas, cada una con su
atractivo especial, en una hay shoppings, en otra parques de diversiones,
tiendas gastronómicas...un puerto para cada necesidad. Elegimos el restaurante
de Forest Gump, que ya habíamos conocido en San Francisco, una recreación
comercial de la casa de Forest, con papel tapiz de florcitas, “recuerdos
familiares” y pantallas estilo americano donde pasan la película en todos los
idiomas. La carta no es ni más ni menos que un fast-food con nombres tipo
Burger Bubba o Frites Jenies...con el detalle de que cuando recibís tu orden te
hacen una serie de preguntas “solo para fanáticos” cuyo premio es una medida maxi
de gaseosa.
Pero el congreso no era en Chicago, el verdadero destino era Washington. Lo
bueno de todas las capitales del mundo es que por lo general tienen acceso
gratuito a los museos más importantes del país. En este caso disfrutamos del
Museo Espacial donde está toda la historia de la “llegada del hombre a la Luna”
con los Apollos en fila como si se trata de una exposición de automóviles
antiguos y una atracción muy americana: TOCAR UN PEDAZO DE LUNA. Una piedrita
sobre un atril, a la que se llega después de 40 minutos de cola y que cuando
uno la ve y sobretodo la toca, no puede dejar de pensar en los cantos rodados
de la maceta de la abuela.
También conocimos el cementerio de Arlington y el monumento a los combatientes
de Vietnam, esculturas tamaño natural de soldados que salen de las hierbas con
armas y mirando el horizonte, al pasarles por al lado, te dan ganas de
sacudirlos para convencerlos de que se vuelvan a casa.
Llego el día en el que mamá tuvo que empezar a dedicarse a su congreso y
por muy cómoda que estaba la habitación del Hilton, decidí que con 15 años,
tercer viaje a Estados Unidos y 8 años de inglés, ya era capaz de tomar el mapa
y salir a caminar sola. Le dediqué un día a cada atracción, visité el museo de
historia donde me saqué fotos con todos los presidentes americanos, el acuario y
sus famosos “tiburones” (del tamaño de un atún engordado) y la pista de hielo
que había en medio de un parque, para rememorar mis días de patín por Central
Park. Me acostumbré a pedirle a la gente que me sacara una foto, porque
sabía que esa primera aventura independentista, iba a ser una
conquista histórica.