viernes, 20 de febrero de 2015

Chicago....y Washington



El 26 de febrero del 2001, mamá y yo volamos hacia otro congreso de dermatología: Chicago, “The wind city”. Y lo era, al doblar una esquina, el viento deshizo las dos vueltas de mi bufanda y se la llevó por los aires junto a una de las manijas de mi bolsa de compras que se infló como un paracaídas detrás de mi brazo extendido.

 

Nos hospedamos en el hotel Congress, habitación 202, frente al Michigan. Lo primero que hicimos fue subirnos a un bus para tener una idea general. Ni bien se pasa detrás de los edificios y los comercios, aparecen los lagos, los verdes y las ardillas. El centro de la ciudad se encuentra bajo los carriles suspendidos del tranvía, “el loop”, que da la sensación de estar en medio de la revolución industrial.

 

El miércoles 28, hicimos caminata costera por el Michigan casi congelado y llegamos al puerto y los “piers” que son dársenas numeradas, cada una con su atractivo especial, en una hay shoppings, en otra parques de diversiones, tiendas gastronómicas...un puerto para cada necesidad. Elegimos el restaurante de Forest Gump, que ya habíamos conocido en San Francisco, una recreación comercial de la casa de Forest, con papel tapiz de florcitas, “recuerdos familiares” y pantallas estilo americano donde pasan la película en todos los idiomas. La carta no es ni más ni menos que un fast-food con nombres tipo Burger Bubba o Frites Jenies...con el detalle de que cuando recibís tu orden te hacen una serie de preguntas “solo para fanáticos” cuyo premio es una medida maxi de gaseosa.

 

Pero el congreso no era en Chicago, el verdadero destino era Washington. Lo bueno de todas las capitales del mundo es que por lo general tienen acceso gratuito a los museos más importantes del país. En este caso disfrutamos del Museo Espacial donde está toda la historia de la “llegada del hombre a la Luna” con los Apollos en fila como si se trata de una exposición de automóviles antiguos y una atracción muy americana: TOCAR UN PEDAZO DE LUNA. Una piedrita sobre un atril, a la que se llega después de 40 minutos de cola y que cuando uno la ve y sobretodo la toca, no puede dejar de pensar en los cantos rodados de la maceta de la abuela.

 

También conocimos el cementerio de Arlington y el monumento a los combatientes de Vietnam, esculturas tamaño natural de soldados que salen de las hierbas con armas y mirando el horizonte, al pasarles por al lado, te dan ganas de sacudirlos para convencerlos de que se vuelvan a casa.

 

Llego el día en el que mamá tuvo que empezar a dedicarse a su congreso y por muy cómoda que estaba la habitación del Hilton, decidí que con 15 años, tercer viaje a Estados Unidos y 8 años de inglés, ya era capaz de tomar el mapa y salir a caminar sola. Le dediqué un día a cada atracción, visité el museo de historia donde me saqué fotos con todos los presidentes americanos, el acuario y sus famosos “tiburones” (del tamaño de un atún engordado) y la pista de hielo que había en medio de un parque, para rememorar mis días de patín por Central Park. Me acostumbré a pedirle a la gente que me sacara una foto, porque sabía que esa primera aventura independentista, iba a ser una conquista histórica.

 
 
 


lunes, 16 de febrero de 2015

Yo estuve en las TORRES GEMELAS



El 9 de Marzo del año 2000, viajamos a CALIFORNIA, para un congreso de dermatología en la ciudad de San Francisco. Fue uno de los pocos viajes que hicimos las tres juntas, me refiero a mi hermana y mi mamá.

Recuerdo la limpieza de las calles, la modernidad de los edificios, la libertad sexual, el colorido de las tiendas, las calles de colina,  el ferrocarril casi de juguete, el vuelo de gaviotas y las olas rompiendo debajo del Golden Gate.

 

El Martes 14, le pedimos al conserje del hotel que nos llamara un taxi para llevarnos al aeropuerto, rumbo a Nueva York. Vimos entrar a un chofer con guantes blancos y galera que nos llamaba con acento “Fortinou, Fortinou”. Afuera no había ningún taxi y adentro no había nadie más en el lobby. Se acercó y nos preguntó: ¿You, Fortinou? Le contestamos: “¿You, airport?” Saludamos al conserje y salimos detrás del hombre. Frente a nosotros UNA LIMUSINA BLANCA y la galera con guantes que metía nuestras cosas en el baúl. Nos miramos las tres, una se reía, la otra rosaba la mandíbula contra el piso y la tercera pegaba saltitos como si estuviese electrocutada. Había claramente una confusión y como buenas viajeras de aventuras, nos apresuramos a sacar una foto y meternos dentro antes de que “fortinou” o quien sea, viniera a quitarnos la suerte. Tenía dos asientos enfrentados de cuero negro, una mesa en el medio, heladeras con bebidas y luces de colores. Nos reíamos a gritos, ya era demasiado bueno volar esa noche a Nueva York, pero despedirse de San Francisco en Limusina, era lo máximo. O todavía no. Cuando salimos del tráfico, el chofer bajó la ventana que separaba su zona de la nuestra y nos preguntó: ¿Are you ready? Yo me dije, ok acá nos mata. Y nos abrió el techo estilo cadilac para que nos asomemos a ver la bahía de noche.







El miércoles 15, llegamos a Nueva York. Jamás vi tanta gente junta cruzando una calle, era un enjambre de brazos que se chocaban y botones de sacos que se enganchaban con otros. Tuvimos que aceptar que pasaríamos las siguientes 48 horas junto a otras 15 millones de personas. 

 
Lo primero que hicimos fue tomar un ferry hacia estatua y escalar hasta la corona. Una de las experiencias más claustrofóbicas de mi vida. Una escalera caracol que se iba haciendo más angosta hasta tener la clara sensación de que te caminaban por encima de la cabeza y que probablemente para ese entonces tendrías 300 personas adelante y 500 detrás. Un vez arriba, la corona eran tres ventanales ahumados por los que no se veía nada y una foto movida entre una marea que pide a gritos que avances porque se están ahogando. Recién cuando volví a verla de lejos, pensé: Yo estuve ahí arriba e inmediatamente supe que no volvería a subir jamás. Para recuperar el aire nos fuimos hasta el Central Park, al otro extremo de la ciudad, con el mapa en manos de mi hermana. El lago estaba congelado, lástima, yo esperaba ver la típica postal de películas de verano con flores, bicis, rollers y gente de picnic. Lo bueno es que había una PISTA DE HIELO. Con mi hermana habíamos hecho algunos años de patín en el centro cultural cerca de casa y nos pareció que no podía ser demasiado complicado. De fondo sonaba una especie de jazz y a pesar de que me moría de risa con los trompos que daba mi hermana por el piso, me trataba de concentrar pensando: “Estas patinando sobre hielo en el Central Park”.
 

Antes de que terminara el día, tomamos un city-tour nocturno en un bus de dos pisos y desde el techo vimos todos los rincones de la ciudad que nos habían faltado, incluido BROKLYN y el cruce del puente al canto vivo de “new-york, new-york” de Sinatra en la voz de un guía entusiasta que parecía salido de una obra de Brodway. Fue en ese tour donde oí hablar de las torres gemelas por primera vez, porque hasta entonces para mí eran un decorado de los exteriores de “Friends”. Nos contó el nombre chistoso del japonés que las había diseñado, que era Yamasaki y él lo recordaba por “sacallama”.

 

El día siguiente era nuestro segundo y último día en Nueva York, con yamila de la guía salimos hacia la quinta avenida, el rockefeler center y las pendientes torres gemelas. Las dos eran muy similares, a excepción de que una tenía “antenas” y la otra tenía una terraza, que ya no recuerdo si era la sur o la norte, y estaba habilitada para visita. Hicimos la cola para el ascensor, una cápsula de aluminio que subió 116 pisos en menos de un minuto, dejándonos las uñas de los pies en el cerebro. Cuando se abrieron las puertas salimos a una planta rectangular absolutamente vidriada desde donde se veía toda Manhatan. Una gran parte de la planta superior estaba dedicada a la gastronomía, para que los turistas comieran o bebieran aprovechando la vista increíble. Luego había una sala de exposición con una maqueta a escala de la "city" la zona financiera de Nueva York, en cuyo centro se alzaban radiantes las torres y luego una sala donde se proyectaba un film con la historia de la ciudad y la construcción de las torres, incluida una breve referencia al atentado del año 1993 con explosivos que dañaron gran parte de las plantas inferiores. Recuerdo haber pensado: "Menos mal que estamos arriba de todo" y luego no había mucho más para hacer, salvo tomar una pequeña escalera hacia “La terraza”. Eso hicimos y ni bien pusimos una mano afuera, entendimos que estábamos a cuatro cuadras de altura del piso. El viento nos volaba los pelos, las camperas, las cámaras de fotos y todo lo que no estuviera encarnado. Puse mi mejor cara de “que linda experiencia” para la foto y volví a entrar agarrándome de las barandas como si las estuviera escalando. Desde allí, recogimos las valijas y nos fuimos al aeropuerto.
 

Yo era una adolescente en plenos años de secundaria, internet comenzaba a despegar como un medio popular de encuentro y de información y Harry Potter había llegado a expandir los límites de la ficción y las edades de inocencia...hasta que al año siguiente, el 11 de Septiembre del 2001, el spot de “Friends” se quedó sin dos palitos y jamás pude dejar de pensar en la gente que en ese instante, montaba el ascensor, miraba el audiovisual o incluso observaba el avión desde la terraza.  




jueves, 12 de febrero de 2015

FLORIDA, USA


El primer gran viaje de mi vida fue en ENERO del año 2000,  a ESTADOS UNIDOS con toda mi familia y me refiero a TODA la familia, incluidas mis cuñadas. Somos 4 hermanos, dos mujeres y dos varones, que para ese entonces ya estaban casados. Hacía mucho tiempo que no vivíamos juntos y tuvimos la grandiosa oportunidad de convivir como una familia de 8, por primera y última vez.
Salimos de casa el Martes 18 en un vuelo de VARIG que paró en Sao Pablo y de ahí, a MIAMI. Recuerdo que viajé en la ventana. No sabía qué hacer para aguantar las horas sentada, uno con el tiempo aprende a sacar vuelos nocturnos o a no dormir la noche anterior al vuelo para descansar. El bautismo de fuego fue la turbulencia en el Golfo de México, dejaron de servir la comida y cerramos las bandejas.
La primera anécdota fue cuando mamá presentó los pasaportes y le dijo a la oficial de migraciones de Miami: “Somos seven”. Quizá le quiso decir que éramos “7 más que ella, durante años la perseguimos con esa frase a cada reserva de restaurante o de carpa de playa que hacíamos, fuésemos el número que fuésemos, siempre decíamos a corito: “somos seven”.
 
Alquilamos dos autos, nuestro destino era el HOLIDAY INN de Miami, pero los rulos de las autopistas, la ausencia de GPS y de teléfonos para llamarnos, nos hizo dar vueltas por todos lados. El Holiday Inn, es un típico hotel americano de esos que tienen todo talle “extra” y están decorados en rosa pálida estilo ochentoso con una pileta en la terraza, a pesar del invierno.
 
Lo que más recuerdo de MIAMI, es la noche que me compre mi “vestido de quince”, que tres meses después use en mi fiesta.






 El Sábado 22 nos instalamos en ORLANDO en un Apart hotel inmenso que se llamaba Vistana Resort y que pertenecía al grupo RCI. Tenía una terraza que daba a un jardín de palmeras artificiales, como casi todo en Florida y 3 habitaciones, una con jacuzzi. Era un complejo cerrado con restaurantes, supermercados, cines y todo lo que puede necesitar un turista para no tener que salir nunca de ahí. Pero nosotros habíamos viajado para conocer los famosos parques de WORLD DISNEY así que el domingo comenzamos por el Animal Kingdom.

 

El Lunes 24, el mismísimo día que mamá cumplía 50 años, visitamos el Epcot. Tengo la memoria fresca de la bola plateada y de los países en miniatura que estaban dentro. Otra pista que me daba la vida, mi fascinación por las culturas. Me pasé toda la tarde de un país a otro, de una mini estatua a otra, me parecía increíble la capacidad escenográfica de transportarte así por el mundo. Puedo jurar que no era solo una ilusión física, había una música y un aroma que acompañaba cada maqueta. Lo lamentable fue que de la emoción, cometí el error fatal de abrir la tapa de mi cámara de fotos y perdí todas las imágenes de ese día. De todas formas, hay algo muy cierto: Lo que vale la pena recordar, no se olvida nunca.

 

Cuando llegamos al departamento, nos encontramos con la sorpresa de globos de aire comprimido que bajaban del techo con cintas de todos los colores, una torta igual de colorida y un champagne, cuyo corcho conservo todavía. Mamá estaba emocionadísima, doy fue que fue uno de los mejores cumpleaños de su vida.
 
 
 
 
 



El Jueves 27 fuimos al Magic Kingdom, pero no recuerdo la fecha por eso, sino porque solía tener una tradición los días 28 de cada mes a las 0.00 horas, que era llamar por teléfono a mi novio de entonces, para desearnos feliz aniversario. Aquella vez, el desafío fue enorme porque yo estaba en Estados Unidos y él en Brasil y no había ni facebook, ni whasapp, ni skype. Sólo un Star-Tac de mi papá que no habíamos podido hacer funcionar ni para avisar que habíamos llegado ni para recibir noticias, ni nada. Mi papá había contactado al responsable de MOVISTAR para quejarse, pero aún así no funcionaba. De todas formas cuando en Argentina eran las 23.59hs salí a la terraza con el celular, a mirar el cielo y en el preciso instante el aparatito empezó a sonar en mi mano. Escuché los gritos del lado de adentro y la mirada de mi papá mitad sorprendido y mitad orgulloso de su Star-Tac.

Para el Domingo 30, nuestro viaje de casi dos semanas había llegado a su fin. Lo que retengo fue la emoción de haber podido convivir una vez más con mis hermanos, como cuando éramos chicos y lo que me quedó pendiente fue una idea: En el UNIVERSAL Studio, frente la puerta de NIKELONDEON, hay una alcantarilla sellada en el año 1992, con juguetes que los niños de esa época dejaron para los niños del futuro. Va a ser abierta en el 2042, cincuenta años más tarde. Para ese entonces tendré 57 años, porque yo fui una niña de 7 en el 92. Quién sabe, quizá algunos de mis hermanos me acompañe.
 

martes, 3 de febrero de 2015

Querido Diario...

 
Hace 12 meses que no te escribo, después de una tradición que llevé a cabo durante 14 años. No sé cuál puede ser mi mejor excusa, quizá ciertas decepciones que prefería no registrar, como si se pudiera borrar también la realidad, que casi siempre es la realidad recordada.

 

La última vez que nos vimos, estaba en España, a punto de cruzar a Francia con 40 kilos de equipaje, sin papeles, con algo de dinero y sin la menor idea de cómo iba a ser de mi vida. Terminé durmiendo en casi 40 ciudades, carpa, motor-home, barco, casa, departamento, habitación prestada, estacionamientos, jamás volví a ver una percha, ni un escritorio, ni un picaporte...

 

Para ser sincera no arrancó tan mal, los primeros tres meses estuve en una casa medieval en el centro histórico de Rennes a pasos del mercado regional lleno de productos bio y de una de las bibliotecas más nutridas de la región bretona. Un sueño que como todo sueño, duró una larga noche, hasta que vi rodando mis valijas por las calles de piedra atascando cada rueda, hasta casi quebrarlas, cosa que pasó un tiempo después. Un tren incómodo y demasiado largo, me llevó hasta la ciudad de Lorient para vivir en un barco viejo, chico y demasiado húmedo en el puerto de una ciudad gris y sin gracia. De allí, sin escalas, partí en 36 horas de vuelo hacia las islas del pacífico, un paraíso en llamas por muchas razones que prefiero dejar en el olvido. En cuanto pude me escapé a Nueva Zelanda y mi pulso moribundo, se fue acelerando con la adrenalina de una tierra vendecida por la aventura.

 

El regreso a Francia fue controversial. Se sucedieron los tres meses más difíciles de todos. En carpa, hacia finales del otoño, con frío, saliendo a “buscar un yuyo sanitario” en medio de un enjambre de mosquitos, sin agua caliente, sin heladera, sin gas. Latas de comida y toallitas húmedas. Me recordó mucho al cruce de los Andes que hice a caballo, solo que infinitamente más largo, a través de autopistas, mirando de lejos la vida normal de la gente en sus casas, con sus perros y yo, que no tenía ni siquiera papeles en regla.

 

Me dolieron muchas cosas, pero sin dudas lo peor fue no poder escribir ni de la realidad en el diario que había abandonado ni de la ficción que de ninguna manera podía ser más irreal que mi vida.

 

Llegar a Argentina fue reencontrarme con mi sobrina más chiquita, con la que soñé durante todo el vuelo y con mis hermanos, mi mamá y toda la gente que me recibió en el aeropuerto. El peso del año se me notaba en el cuerpo, en la cara, en el pelo. No tuve que contar detalles. Me gustó descubrir buenas razones para quedarme, pero tuve que volver a Francia, para la revancha.

 

Y aquí estoy, hace un mes que vivo en ICARE, tiene casi 11 metros, 8 ventanas, dos habitaciones, un baño con ducha caliente, una cocina con horno a gas, una heladera inmensa, cuatro roperos, un sillón, una biblioteca y un bendito escritorio lleno de mapas para navegar el mundo, pero donde de momento apoyo mi cuaderno y mi lápiz para retomar mi diario y empezar mi próxima novela, que ya lleva 70 páginas. Nada mal.